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miércoles, 15 de abril de 2015

Sangre farera

Hoy conocemos la fascinante historia de Marina. Gracias a nuestra amiga Iria (@irirarara) por haber recogido todo su sentimiento en el siguiente escrito y a Marina por hacernos partícipes de sus vivencias:


El ruido del mar. La soledad. La paz de la naturaleza. La lejanía del asfalto. Los faros arrastran consigo un halo de misterio, de romanticismo y de nostalgia. La vida en un faro bien podría tratarse de una vida idílica, novelesca, de ensueño. Aunque Marina nos diga que, para ella, siempre haya sido “una vida muy normal”. Lo dice quien lleva los faros en sus genes: “La historia se remonta a mi bisabuelo materno por un lado y a mis abuelos materno y paterno por el otro”, cuenta. Todo un árbol genealógico ligado a los faros.

A los 23 años, cuando se trasladó a vivir a Barcelona, empezó a valorar realmente “la gran suerte de vivir en lugares paradisíacos y no en un piso en el que tienes que sacar la cabeza por la ventana para saber el día que hace”. Hasta entonces había vivido en cinco faros distintos repartidos por todo el país. También su madre se crió en un faro de Almería y su padre pasó la infancia entre faros en Canarias y Baleares. “Cuando fueron adultos decidieron que ésa era la vida que querían y se fueron a Madrid a estudiar las oposiciones para ser también ellos fareros. Allí se conocieron y se enamoraron”.

Su primer destino en esa nueva vida juntos fue una isla remota en mitad de la ría de Vigo que se quedaba aislada con la marea alta. Allí vivió sus primeros años Marina hasta que, a los tres años, la familia se mudó a un faro en Almería. “Mis padres recorrían 80 kilómetros diarios para llevarme a la guardería y que pudiese estar en contacto con otros niños”, relata. Porque, ante todo, sus padres quisieron que ella tuviera una infancia ‘normal’.

Tres años después trasladaron a su padre a Tarragona. Durante dos años vivieron en un faro que estaba integrado dentro del pueblo “por lo que la vida del farero allí no se correspondía con el tópico de soledad y aislamiento”, explica. Y dos años después, la tercera mudanza. Esta vez el destino era Mallorca, la tierra de su padre.

“Allí viví en el faro más impresionante en el que he estado nunca, en la bahía del Puerto de Pollença”, asegura. Un faro aislado, “para acceder a él había que pasar un control de la Guardia Civil”. Su padre era el encargado además de otros faros de las zona, entre ellos del mítico faro de Formentor “el segundo más conocido de la isla, que a día de hoy es un restaurante”, apostilla.

Cuando Marina habla de la normalidad de su infancia hace hincapié en que sus padres hicieron todo lo posible porque tuviera una rutina como la de cualquier niño de su edad. Pero el colegio y las tardes de juego con los amigos convivían con otros pasatiempos un tanto más peculiares: “De aquella época recuerdo con muchísimo cariño las horas pescando con mi abuelo y con mi padre por las rocas que envolvían el faro, meciéndome en columpios hechos en pinos con cuerdas y tablas, jugando con palos, piedras y ruedas a que iba en una nave espacial, nadando en preciosas calas a las que nadie más sabía acceder, paseando por las ruinas romanas que había al otro lado de la montaña y a las que nadie más podía llegar, cuidando a la cabra que teníamos como mascota (la encontramos abandonada en las ruinas y nos la llevamos a casa), leyendo muchísimo sentada en la ventana…”

Si algo negativo destaca de su infancia fueron las continuas mudanzas. Y aún quedaba una más: “Recuerdo el día en que mi madre, en mitad del curso, me dijo que volvíamos a movernos. Lloré lo que no está escrito, no sólo por lo feliz que era en aquel faro y lo adaptada que me sentía en el colegio sino porque me iba a vivir a una casa del faro”. Es decir: en este caso la propia torre del faro está situada a varios metros de la casa, en un espigón; mientras que la vivienda está separada y es como una casa normal. “Me costó un poco al principio”, reconoce. Fue la última mudanza de la familia.

El cambio favoreció también la integración de Marina. Ahora tenía la suerte de vivir en un sitio único pero, a la vez, estar cerca de sus amigos, lo que le permitió reforzar amistades y realizar otras actividades sin la barrera de la distancia. “Allí he pasado más de la mitad de mi vida y nunca me he sentido demasiado distinta por el tipo de vida que he llevado, precisamente porque mis padres intentaron normalizar la situación al máximo y hacer que fuese una persona con una vida como la de cualquier niño”, reitera.

Pero lo cierto es que su estilo de vida sí le enseñó valores diferentes: Marina admite haber podido vivir en lugares privilegiados, haber tenido a su padre trabajando en casa hasta que ella tuvo nueve años favoreciendo así un contacto y atención constante (“entonces se automatizaron la mayoría de faros de Baleares y tuvo que empezar a ir a la oficina”, explica) y haber tenido el lujo de vivir en contacto con la naturaleza. Unas circunstancias que le han hecho desarrollar unas cualidades y capacidades que, a su juicio, un niño de ciudad no desarrolla con facilidad: “Me paso horas mirando las estrellas con mi padre, desarrollé mucho el juego simbólico y la imaginación, he tenido mucho tiempo para leer y escribir, puedo reconocer la hora del día por el color del cielo, sé cuándo va a llover gracias a la forma de las nubes, trepo por las rocas con facilidad, tengo un respeto absoluto por la naturaleza y me siento parte de ella…”

Y, cómo no, la dependencia del mar. Una necesidad de la que no fue plenamente consciente hasta que con 23 años se fue a vivir a Barcelona donde no lo tenía tan a mano en su rutina diaria. Alejarse de la playa varios días le afecta el ánimo ya que, afirma, para ella el mar es terapéutico “aunque pueda parecer exagerado, supongo que es por todo lo que representa”.

El mito que va unido a los faros, reflexiona, está más relacionado con la vida que llevaron sus padres o sus abuelos. “Ellos sí vivieron en lugares totalmente aislados e iban a tierra firme (cuando vivían en islotes) o bajaban a la ciudad sólo una vez cada mes o dos meses. Ellos sí vivieron sin electricidad ni agua corriente hasta los años 80, iluminándose con quinqués, pescando para ganarse un sobresueldo y poder dar estudios a sus hijos. Ellos sí me cuentan historias de las que nunca me canso”, sentencia.

La vida de Marina irá siempre ligada al mar, al olor a salitre, al sonido del viento y a la luz de los faros. No puede evitarlo, sus dos apellidos están asociados con los faros. Ella nos habla con orgullo de su familia y nos cuenta que su tía fue la primera mujer farera de España. “Entre unos y otros han recorrido casi todos los faros importantes del país” .




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